Por: Alejandro Páez Varela
Septiembre 3 de 2012
Desde siempre, mi museo mexicano favorito fue el Tamayo, en
la ciudad de México. Por muchas razones. Me gusta porque exalta la figura de
Rufino, quien renunció a contaminar su obra con causas políticas a pesar de las
presiones que recibió de artistas y del mismo Estado. Me gusta el diseño del
espacio, soberbio monumento de Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky.
Me gusta que esté sobre Chapultepec y me gusta que sea para el arte
contemporáneo.
Ahora siento que se ha violado ese recinto al incluir el
nombre de Carlos Hank Rohn a una de las salas. Qué estupidez. Tamayo se
revolcará en su tumba, me temo.
Tampoco me asombra lo de Hank. Lo siento por el significado
que tiene justo para ese museo, pero no me asombra. Los nombres de Carlos Slim,
Roberto Hernández, Alfredo Harp Helú y otros empresarios (y sus esposas) que se
hicieron ricos en una sola generación, están en los lugares de honor de casi
cada museo en este país. Nadie ha dicho una sola palabra. Ni siquiera los
artistas contemporáneos. Mañana, cada tortilla llevará el rostro de Roberto
González Barrera, “don Maseco”. Nadie recuerda quién es quién. La desmemoria y
sus billetes les han lavado el nombre por completo.
No es necesario ser Slavoj Žižek para afirmar que el sistema
no funciona. No es necesario llegar a los gritos, ni ser un individuo de
“izquierda radical” o un comunista come-niños para decir que México, desde hace
muchos años, se volvió uno de los ejemplos globales más contundentes y tristes
de la avaricia extrema y el sinsentido.
Nadie se atreve a revisar el caso de Carlos Slim. Nadie. Es
el hombre más rico del mundo sólo por las empresas que dirige desde México,
sólo por las rentas que le dan los monopolios que secuestraron desde hace
muchos años a los mexicanos.
A la mayoría se le olvida, pero habría que recordar a
individuos como Roberto Hernández no por museos, sino porque vendió
Banamex-Accival a Citibank sin pagar un solo peso de impuestos, gracias a que
Vicente Fox Quesada se los perdonó por los favores recibidos en la campaña presidencial
de 2000.
Todos olvidamos que su socio, Alfredo Harp Helú, fue
beneficiario al 50 por ciento de esa operación vergonzosa, aunque sea dueño de
galerías de arte y su nombre figure como patrono de cuanto museo y cuanta
exposición se visite en México. Hoy, multitudes de artistas, promotores
culturales e intelectuales “íntegros” se pelean una cena con él.
Se olvida que Carlos Hank Rohn llegó hace apenas un par de
años a la lista Forbes a pesar de que una generación antes su padre era un
simple “profesor” afiliado al PRI.
Se olvida que los Azcárraga van a cumplir un siglo viviendo
del monopolio de la televisión gracias a que han comprado su lugar en el Estado
mexicano.
Se nos olvida lo mismo de Ricardo Salinas Pliego, o de
tantos y tantos empresarios que se hicieron ricos al amparo del gobierno de
México, a costa de los ciudadanos y aprovechado su disciplinado (y cómodo)
silencio.
La llegada de Enrique Peña Nieto a la Presidencia, que
tampoco me sorprende, es un recuerdo vergonzoso de todo lo anterior.
Él representa esa casta de vividores que han explotado a los
mexicanos y han lavado su nombre. Él representa la falta de memoria de este
país. Él, Peña Nieto, es un recordatorio vivo de qué tenemos en la cabeza los
mexicanos: les sacaron una marioneta, la acompañaron con una estrella de
telenovela, los vendieron (a ambos) hasta –o principalmente– en las revistas
del corazón que posee básicamente Televisa… y allí van, cayéndoseles la baba, a
votar por la maravillosa fórmula.
Qué ver-güen-za.
Ahora les adelanto lo que viene, seguramente, en camino: el
Monumento a Porfirio Díaz, el Hemiciclo a Gustavo Díaz Ordaz, el Faro de Carlos
Salinas, un Salón Martha Sahagún de Fox en Los Pinos, la Avenida Emilio
Azcárraga.
Y la Alameda Central llevará el nombre de Felipe Calderón. Y
el Teletón llevará el nombre de Vicente Fox.
Y luego, cuando termine el sexenio, la Cineteca Nacional se
llamará Angélica Rivera, y la Torre de Pemex cambiará por Torre Romero
Deschamps, y el Ángel de la Independencia tendrá la cara de Elba Esther
Gordillo.
Y bien podría cambiar una línea de nuestro himno, para que
el homenaje sea completo: “…un idiota en cada hijo te dio”.
Y nadie dirá un carajo. Porque nadie dice un carajo. Porque
los mexicanos aguantamos todo, siempre y cuando no se metan con la Virgen, con
la telenovela de las 4 de la tarde, o con los tragos del fin de semana.
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