CALENDARIO AL ESTILO GALEANO
Ciudad de México (1 enero 2012).- Con aire de honda concentración, el escritor Eduardo Galeano camina por el vestíbulo del hotel, que parece el atrio de una catedral.
"Aquí todo el mundo cree que ando deambulando sin rumbo porque soy escritor y pienso cosas profundas... y no, es que me pierdo en todos lados", dice a la periodista. Se ríe. "Incluso en mi casa. No son rarezas de genio, sino debilidad mental".
Pero miente. La cabeza de Galeano (Montevideo, 1940) es clara como un cristal e igual de afilada. Tiene una memoria inusual, que lleva dentro, además de sus vivencias y lecturas, las de los centenares de personas de todo el mundo que le regalaron sus historias. Lo que pasa es que le puede el deseo de burlarse de sí mismo y de ahuyentar solemnidades.
Su próximo libro, "Los hijos de los días", le ha costado cuatro años de trabajo. Aún no está acabado del todo: Galeano calcula que saldrá a la venta en los primeros meses de este 2012. Helena Villagra, su compañera y "editor-in-chief", lo ha leído, lápiz en mano, implacable, 10 veces ya.
"Y siempre descubre cosas que hay que cambiar. Algunas se las discuto hasta el límite mismo del heroísmo, pero termina ganando".
No es sólo cuestión de minuciosidad y economía en el lenguaje, no es sólo la necesidad de asegurarse de que cada relato es el que debe ser y como debe ser. También puede que se resista a ponerle el punto final.
"Cada vez que termino un libro, creo que ya no tengo más que decir, que se acabó mi vida de escritor; es decir, mi vida... Y voy mirando los edificios para ver de qué piso me voy a tirar... Luego las historias vienen, la realidad me estaba esperando".
En este caso le esperaban 366 relatos, uno por cada día del año (bisiesto).
"'Los hijos de los días' tiene la estructura de un calendario. Va precedido de una cita de los mayas, de la que toma el nombre: 'Los días se echaron a caminar, y ellos nos hicieron, y así fuimos nacidos nosotros, los hijos de los días, los averiguadores'. Los mayas de Guatemala creían que el tiempo funda el espacio, igual que Einstein".
Lo que hizo Galeano, entonces, fue fabricar un año ficticio, que abarca muchos siglos, para crear un retrato documental: "Escrito, no filmado".
Eligió, compuso y ordenó todas estas estampas, breves y precisas, de las más diversas procedencias. Es curioso ver que la trayectoria del autor, desde "Las venas abiertas de América Latina" en los 70 hasta hoy, está marcada por una progresiva apertura del foco. De lo local a lo global, del espacio personal al geográfico, del continente al planeta entero, y de ahí al viaje en el tiempo.
"Sí, fui tratando de ampliar la mirada hasta llegar a la libertad total. Ahora siento que nada me es ajeno. Creo que si uno se asoma con amor y con respeto ningún tema se ofende ni se siente maltratado".
Algunas piezas de "Los hijos de los días" nacieron del estudio de la historia del cine (en 1940, Hollywood premió con ocho Óscar una película que miraba con nostalgia los buenos tiempos perdidos de la esclavitud, "Lo que el viento se llevó"); otras, de la investigación sobre leyes (no fue hasta 1929 que la Corte Suprema de Canadá reconoció que las mujeres eran personas, y todo gracias a la tenacidad de cinco viejitas que se reunían para tomar el té y conspirar en defensa de sus derechos); otras, de la reflexión sobre qué significa estar sano (la Organización Mundial de la Salud consideró que la homosexualidad era una enfermedad mental hasta 1990); otras, del análisis del concepto de libertad (Haití fue el primer país libre de las Américas, y no Estados Unidos, porque allí, en 1804, se consiguieron a la vez la independencia nacional y la abolición de la esclavitud). "El mundo está hecho de átomos, lo sé, pero también de historias", explica Galeano.
"La realidad es muy generosa y está poblada por personitas que me tocan en el hombro y me dicen: 'Contame, yo soy el cuento; contame, verás qué bien te va a ir'. Estoy siempre a la caza, porque la realidad contiene muchas realidades, y es siempre la mejor poeta de sí misma.
Escribo con la intención de revelar los colores del arco iris terrestre, que es mucho más bello que el del cielo. No lo vemos porque nos ciegan tradiciones machistas, racistas, militaristas... Nos ciegan y nos mutilan. Por suerte, estamos bastante mal hechos, pero no estamos terminados".
El escritor deja de hablar y se fija en el teléfono de la periodista, que, sobre la mesa, hace las veces de grabadora.
"¿Funciona?", pregunta. Es un aparatito básico y barato, pero él lo mira como si acabase de bajar de la sala de mandos de la nave Enterprise.
"Ah, yo soy tan inútil para las máquinas... Todo lo mío es manuscrito. Y tengo coartada: sospecho que las máquinas beben de noche, cuando nadie las ve. Por eso no son dignas de confianza".
El humor forma parte esencial del discurso de Galeano, incluso a la hora de narrar hechos dramáticos o atroces.
"Es muy trabajoso dar con el tono exacto, cuesta encontrarlo, sobre todo cuando hay que describir episodios que son difíciles de relatar con el respeto que merecen, sin caer en la solemnidad, la sensiblería ni la demagogia".
La sombra del panfleto siempre acecha. Pero no: asesinatos, torturas, desapariciones, discriminaciones, injusticias de todos los colores, tamaños y formas, ahí quedan trazadas con la mayor sencillez, junto con explosiones de dignidad humana y alegría.
"Yo escribo de la manera más antisolemne del mundo. Cuando presenté Espejos (2008), di una lectura en Ourense (España). La sala estaba llena y al fondo, de pie, mirándome con el ceño fruncido, sin pestañear, había un campesino, con una de esas caras talladas por el trabajo y los vientos y la vida dura... Me miraba fijo, con enojo, como si me quisiera matar; empecé a ponerme nervioso. Al final de la charla estuve un rato firmando ejemplares, y la gente se fue, pero él se quedó, siempre ahí, al fondo. Y avanzó hacia mí a paso lento. Yo pensé: 'Bueno, me tenía que tocar alguna vez', y enfrenté la situación con la dignidad que me quedaba.
Cuando llegó a donde yo estaba me dijo, mirándome con la misma furia: 'Qué difícil ha de ser escribir tan sencillo'. Me dio la espalda y se fue. Ésta es la crítica literaria más fina y mejor que he recibido en mi vida, y el más alto elogio.
"Al final, cada texto es el resultado de muchas tentativas. Los escribo, sobre todo los más breves, 10, 15 veces... hasta que llego a las palabras justas".
Y a saber cuándo es así le han ayudado personas muy dispares. Como Juan Carlos Onetti (1909-1994), gran escritor uruguayo, al que mucho debe, dice.
"Él vivía en la cama, cara al techo, fumando y tomando vinos horrorosos, de cirrosis instantánea. Yo me sentaba a su lado y callábamos juntos. Rara vez hablaba, pero me sentía protegido bajo el ala de aquel gran escritor cuando yo recién empezaba a garabatear palabras".
Fue Onetti el primero en hacer ver a Galeano que menos es más.
Y Fernando Rodríguez también lo consiguió.
"Era un personaje singular. Uno de los fundadores de la guerrilla tupamara, de origen muy, pero muy pobre. Casi no había tenido instrucción. Había estado muy enfermo, además, y las fuerzas del orden lo metieron preso y trataron de rematarlo. Pero no murió, porque era muy porfiado. Cuando la dictadura cayó y pudimos volver a Uruguay, se quedó a vivir con nosotros en casa. Era un finísimo lector, con una intuición aristocrática. Esta intuición lo salvaba de todos los errores que cometen los eruditos cuando confunden la erudición con la cultura. Era un culto de verdad, que había aprendido en la vida viva todo lo que sabía".
Galeano preparaba la trilogía Memoria del fuego y quiso contar la historia de Camila O'Gorman y el cura Ladislao Gutiérrez en el estilo brevísimo de esta obra.
"Fue en el siglo XIX, en Buenos Aires; ella era una chica de 19 años de la alta sociedad que se fugó con este cura tucumano. El dictador Juan Manuel de Rosas dio orden de persecución, y los atraparon, y los fusilaron por delito de amor. Me dije: 'esta historia la voy a partir en tres: una primera parte chiquita, con los personajes centrales, una segunda donde se cuente el amor, y una tercera del fusilamiento, casi un parte militar'. Y bueno, el problema estaba en el amor.
"Es un tema imposible, ¿cómo contarlo sin matarlo? Hice una primera tentativa y se la di a leer a mi amigo Fernando. Y él lo rechazó. 'Veo mucha piedra en la lenteja'. Hice otra versión mucho más corta, seis páginas, luego cuatro, luego tres... 'Veo mucha piedra en la lenteja', repetía. Reduje la historia a una sola página. Ahí ya lo odiaba. Fernando insistió: 'queda piedra en la lenteja' El texto llegó a ser de una sola frase. Y se lo entregué, furioso. "O lo aprobás ya o te mato, no voy a seguir más'. Es la mejor frase que escribí en mi vida, y se la debo a él. 'Ellos son dos por error que la noche corrige'. Y ya no dijo nada de la piedra en la lenteja, sino 'Está bien, es hermoso'. Lo agradecí".
MARÍA H. MARTÍ, periodista española.
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