lunes, 29 de octubre de 2012
"Los amantes de Valdaro"
Un grupo de arqueólogos desenterró en 2007 dos esqueletos del periodo neolítico que llevaban abrazados más de 5000 años. El hallazgo fue realizado a las afueras de Mantua, Italia. Ésta es probablemente la muestra de amor más prolongada en la historia de la humanidad.
Pensamiento de Albert Einstein
"Nuestra tarea debe ser liberarnos a nosotros mismos ampliando nuestro círculo de compasión para abrazar en él a todas las criaturas vivientes y la totalidad de la naturaleza y su hermosura".
domingo, 28 de octubre de 2012
Mirada canina
"Uno no se conoce a sí mismo hasta que atrapa el reflejo de otros ojos que no sean humanos".
- Loren Eiseley -
"Sólo un perro"
Enviado a través de facebook por Manejo Humanitario de Fauna
Callejera
Por: Richard A. Biby
De vez en cuando la gente me dice "relájate, es sólo un
perro" o "es un montón de dinero sólo por un perro". Ellos no
comprenden la distancia recorrida, el tiempo invertido o los costos incurridos
por "sólo un perro".
Algunos de mis momentos de mayor orgullo han ocurrido con
"sólo un perro". Muchas horas han pasado siendo mi única compañía
"sólo un perro", pero ni por un sólo instante me sentí despreciado.
Algunos de mis momentos más tristes han sido por "sólo
un perro", y en esos días grises, el suave toque de "sólo un
perro" me dio el confort y la razón para superar el día.
Si tú también piensas "es sólo un perro", entonces
probablemente entenderás frases como "sólo un amigo", "sólo un
amanecer" o "sólo una promesa". "Sólo un perro" trae a
mi vida la esencia misma de la amistad, la confianza y la alegría pura y
desenfrenada. "Sólo un perro" saca a relucir la compasión y paciencia
que hacen de mí una mejor persona.
Por "sólo un perro" me levantaré temprano, haré
largas caminatas y miraré con ansias el futuro. Así que para mí y para gente
como yo, no es "sólo un perro", sino una encarnación de todas las
esperanzas y los sueños del futuro, los recuerdos del pasado, y la absoluta
alegría del momento.
"Sólo un perro" saca lo bueno en mi y desvía mis
pensamientos lejos de mí mismo y de las preocupaciones diarias.
Espero que algún día puedan entender que no es "sólo un
perro", sino aquello que me da humanidad y evita que yo sea "sólo un
humano".
Así que la próxima vez que escuches la frase "sólo un
perro", simplemente sonríe porque ellos "simplemente no
comprenden".
Vacas sorprendidas
Enviado vía e-mail por Eréndira:
- ¡Mami, mami! –gritó muy excitado el hijito del granjero–.
¡El toro se está tirando a la vaca!.
- Por favor, Silvestrito – lo reprendió la señora –. No uses
ese lenguaje tan vulgar. Di, por ejemplo: El toro está sorprendiendo a la vaca.
Poco después gritó el chiquillo:
- ¡Mami, mami! ¡El toro está sorprendiendo a todas las
vacas!
Sonrió la señora:
- Eso no puede ser, hijito.
- Sí, mami. ¡Se está tirando a la yegua!
Aquellos hombres duros
También enviado por Becky.
Arturo Pérez-Reverte
XLSemanal - 25/6/2012
No siempre estoy de acuerdo con las decisiones colectivas de
la Real Academia Española. Mi agradecimiento por pertenecer a esa institución
no incluye la lealtad ciega. Contra ciertos aspectos de la última Ortografía,
por ejemplo, milito en abierta disidencia, como Javier Marías. Sin embargo,
otras cosas me calientan el orgullo. En lo que va de año llevo dos alegrías.
Una, el informe con que Ignacio Bosque demolió algunas disparatadas guías de
lenguaje no sexista, poniendo en su sitio a ciertos analfabetos, oportunistas y
cantamañanas. La otra alegría es la aparición, en la Biblioteca Clásica de la
RAE, que dirige el profesor Rico, de uno de los libros más importantes escritos
en lengua española; y quizá, junto a la Crónica de Muntaner -los almogávares en
Bizancio- el más apasionante de todos: Historia verdadera de la conquista de la
Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo.
Si les gusta la Historia, si aman los buenos relatos de
guerra y aventuras, si quieren asistir a una de las más grandes y terribles hazañas
de la Historia, si desean conocer de primera mano el sangriento prodigio que
fue la conquista de México por una pequeña tropa de españoles ambiciosos,
valientes, crueles y duros como la ingrata tierra que los parió, vayan a una
librería y cojan uno de esos volúmenes azules con el emblema de la RAE -éste,
el más grueso de todos, cuesta lo que tres entradas de cine-. Luego ábranlo al
azar y lean algo. Con suerte darán en el capítulo 86, donde los conquistadores
empiezan a abrirse camino desde Cholula; o en el 129, donde comienza el asedio
de Tenochtitlán. O en el capítulo anterior, el 128, donde se cuenta cómo en
plena noche, bajo la lluvia, los españoles intentan romper el cerco y escapar
de la ciudad, peleando con los valerosos aztecas que les caen encima por
millares y arrastran a los prisioneros a los templos para sacrificarlos, y cómo
el plan original se va al diablo en el caos del combate -«si había algún
concierto, maldito aquel»-; y mientras todos pelean en la estrecha calzada,
matando y muriendo, Cortés, que va a caballo con el tesoro y las mujeres,
escapa y sigue adelante; pero requerido por sus hombres vuelve atrás a socorrer
a los rezagados, y ya sólo encuentra a Alvarado, que corre en la oscuridad
seguido por cuatro españoles y ocho fieles tlaxcaltecas empapados de lluvia y
de sangre; y viendo que tras ellos no vienen más, que de la retaguardia sólo
quedan ésos, «se le saltaron las lágrimas de los ojos». Bernal Díaz del
Castillo no era un historiador ni un literato. Era un soldado profesional que
había leído libros y tenía el talento, el don magnífico, de juntar palabras con
una naturalidad, una limpieza y una honradez envidiables. Escribió sus
recuerdos de la conquista de México -«lo que yo vi y me hallé en ello
peleando»- muchos años después, viejo y cansado, tras ver cómo los advenedizos,
funcionarios y parásitos llegados de España se enriquecían en la tierra que él
conquistó y en la que quedó mal pagado y casi pobre. Escribió con asombrosa
fidelidad y atención al detalle, sin trompetazos ni alardes, con una sencillez
pasmosa; humilde siempre, excepto para revindicar el orgullo legítimo de haber
estado allí. De sus sufrimientos y peligros. Harto de versiones de segunda mano
y manipulaciones de los hechos que él vivió en carne herida -ciento cuarenta
combates durante su larga vida de soldado-, el anciano veterano de Cortés,
superviviente de una de las más asombrosas gestas que vieron los siglos, quiso
poner las cosas en su sitio. Hacer honor a la memoria de sus compañeros muertos
y a la suya propia, porque «soy viejo de más de ochenta y cuatro años y he
perdido la vista y el oír, y por mi ventura no tengo otra riqueza que dejar a
mis hijos y descendientes, salvo esta mi verdadera y notable relación».El libro
de Bernal Díaz del Castillo es tan fascinante y extraordinario que resulta
imprescindible en la memoria y la certeza histórica de cualquier español de
honrada casta. Pero no sólo eso. La Historia verdadera cuenta también de modo
asombroso el final de un mundo y el terrible crujido que hizo nacer otro nuevo.
El retrato minucioso de aquellos hombres increíbles que se abrieron paso por
una tierra desconocida y hostil, haciéndola propia a arcabuzazos y cuchilladas,
no es sólo una historia española, sino también, y sobre todo, una historia
mexicana. Cuando el autor cuenta que tras la toma de Tenochtitlán se hizo el
recuento de las mujeres indias que iban con los conquistadores, añade que
«algunas de ellas estaban ya preñadas»: para mal y para bien, los primeros
nuevos mexicanos estaban a punto de nacer. Por eso Bernal Díaz del Castillo y
sus camaradas son hoy más de allí que de aquí. Por la sangre vertida. Por la
sangre mezclada.
Una nota del Pérez-Reverte
Enviado vía correo electrónico por Becky.
Adiós, Manolo
XLSemanal - 28/5/2012
De compras. Me atiende una señora con acento eslavo, de un
metro ochenta de estatura a ojo de buen cubero, con el pelo rubio y los ojos
claros. De ésas que dan miedo. O casi. Hechos los trámites, llama a dos
empleados, y éstos se ocupan del resto de la operación. Uno es un rumano
eficiente que se ocupa de mí con diligencia, y hablando un español casi
perfecto, me advierte: «Cuidado con esta pieza, que es muy jodida y se suelta».
Lo de muy jodida lo ha dicho con el desparpajo y la naturalidad de quien le tiene
tomado el punto a la pieza que se suelta y al habla de Cervantes. Integrado
total. El otro empleado es un joven azteca, o maya, o lo que sea. Uno de allí,
con un magnífico pelo negro, la piel cobriza y unos ojos oscuros e
inteligentes. También son ojos orgullosos. Hace un momento, mientras brujuleaba
por la tienda, tuve ocasión de presenciar una escena de ese mismo joven con un
cliente ligeramente estúpido, y de advertir la mirada que le dirigió el indio
cuando al otro se le fue un poco la mano en el trato. Si te llego a pillar en
Tenochtitlán aquella noche -decía elocuente esa mirada- me hago un llavero con
tus pelotas. Incluso si te encuentro un sábado por la noche, de copas, igual me
lo hago. Huevón.
El caso es que salgo de la tienda satisfecho, porque además
de eficientes son gente amable, que sabe lo que importa un cliente en estos
tiempos. En la puerta me paro a dejar pasar a tres niños que vienen del cole
con mochilas a la espalda, hablando de sus cosas. Deben de andar por los ocho o
diez años. Dos son chinos totales, y uno de ellos lleva una felpa -detesto
discúlpenme, la sucia palabra sudadera- del Real Madrid y les está diciendo a
los otros algo que acaba con la frase «os lo juro, tíos». Me lo quedo mirando
con media sonrisa en la boca y la otra media en la tienda de la que acabo de
salir, y me digo: ahí los tienes, chaval. En los últimos veinte minutos has
visto a seis personas, y sólo los padres de dos nacieron aquí. Y acaba de pasar
un chino de Lavapiés, hincha del Madrid, con un acento castizo que te vas de
vareta. Ésta es la España que hay, concluyo. Y la que viene. La que va siendo.
Y a lo mejor por ahí nos salvamos, al final. O se salvan nuestros
descendientes. Cuando pasen los tiempos de la purga, de la penitencia por lo
que fuimos y aún somos, y nuestra mala simiente ancestral se diluya por fin en
la genética, y otra generación de españoles diferentes nos borre del
mapa.Camino detrás de los tres críos, observándolos mientras pienso en todo
eso. En que dentro de unos años, sus nietos se mezclarán con los de la
bolchevique rubia de la tienda, del americano de ojos orgullosos e
inteligentes, del rumano que sabe que las piezas son jodidas y se sueltan. Y de
esos fascinantes cruces de caminos del azar y la vida, saldrán españoles
nuevos: jóvenes gloriosamente mestizos, con la mirada orgullosa del indio en
unos ojos rasgados y asiáticos que tengan el color claro de la ucraniana de la
tienda y la inteligencia del rumano de eficaz parla cervantina, aliñados tal
vez con el valor desesperado del africano que se jugó la vida a bordo de una
patera. Españoles felizmente distintos, nuevos, mezclados entre sí, que rompan
nuestra estúpida inercia para generar, como ocurre en los buenos mestizajes,
hombres y mujeres más atractivos, imaginativos e inteligentes. Sobre todo, cada
vez más lejos de los fantasmas y odios viscerales que emponzoñan este lóbrego
patio de vecinos llamado España. Gente distinta, a cuya sangre mezclada y
renovada importen un carajo las secuelas no resueltas de las guerras carlistas,
la guerra del Segador, los mártires de la Cruzada, los fusilados del
franquismo, el fuero de los Monegros, el Estatut de Úbeda y toda nuestra larga
enfermedad histórica. Nuestra puerca estirpe de insolidaridad, vileza y mala
leche. Nacerán así españoles nuevos, prácticos, que se rían en la cara de los
sinvergüenzas que ofrecen euros a cincuenta céntimos, esqueletos de armario,
errehaches y endogamias catetas. Que se vayan a la cama juntos, se preñen unos
a otros y nos preñen a todos tantas veces como haga falta, hasta que lo
importante, lo necesario, se dibujen con nitidez en la retina de nuestra
estirpe. Hasta que nazca, al fin, un español que busque el futuro en vez de la
manera de hacerle la puñeta al vecino, o vengar a su abuelo. Puestos a ser
analfabetos -eso ya parece irremediable-, seamos al menos analfabetos guapos,
con ojos verdes, ritmo africano y latino en las venas, andares de mulata
hermosa, aplomo de eslavos tenaces, coraje de sangre moruna. Y al tradicional
Manolo moreno, bajito, limitado, fanático de las fiestas de su pueblo, de la
efigie del santo patrón y de la última y puta guerra civil, que le vayan
dando.
lunes, 8 de octubre de 2012
El cáncer de la gilipollez
Arturo Pérez-Reverte
No somos más gilipollas porque no podemos. Sin duda. La prueba es que en cuanto se presenta una ocasión, y podemos, somos más gilipollas todavía. Ustedes, yo. Todos nosotros. Unos por activa y otros por pasiva. Unos por ejercer de gilipollas compactos y rotundos en todo nuestro esplendor, y otros por quedarnos callados para evitar problemas, consentir con mueca sumisa y tragar como borregos -cómplices necesarios- con cuanta gilipollez nos endiñan, con o sin vaselina. Capaces, incluso, de adoptar la cosa como propia a fin de mimetizarnos con el paisaje y sobrevivir, o esperar lograrlo. Olvidando -quienes lo hayan sabido alguna vez- aquello que dijo Sócrates, o Séneca, o uno de ésos que salían en las películas de romanos con túnica y sandalias: que la rebeldía es el único refugio digno de la inteligencia frente a la imbecilidad.
Hace poco, en el correo del lector de un suplemento semanal que no era éste -aunque aquí podamos ser tan gilipollas como en cualquier otro sitio-, a un columnista de allí, Javier Cercas, lo ponían de vuelta y media porque, en el contexto de la frase «el nacionalismo ha sido el cáncer de Europa», usaba de modo peyorativo, según el comunicante, la palabra cáncer. Y eso era enviar «un desolador mensaje» e insultar a los enfermos que «cada día luchan con la esperanza de ganar la batalla». Y, bueno. Uno puede comprender que, bajo efectos del dolor propio o cercano, alguien escriba una carta al director con eso dentro. Asumamos, al menos, el asunto en su fase de opinión individual. El lector no cree que deba usarse la palabra, y lo dice. El problema es que no se limita a expresar su opinión, sino que además pide al pobre Cercas «que no vuelva a usar la palabra cáncer en esos términos». O sea, lo coacciona. Limita su panoplia expresiva. Su lenguaje. Lo pone ante la alternativa pública de plegarse a la exigencia, o -eso viene implícito- sufrir las consecuencias de ser considerado insensible, despectivo incluso, con quienes sufren ese mal. Lo chantajea en nombre de una nueva vuelta de tuerca de lo política y socialmente correcto.
Hace poco, en el correo del lector de un suplemento semanal que no era éste -aunque aquí podamos ser tan gilipollas como en cualquier otro sitio-, a un columnista de allí, Javier Cercas, lo ponían de vuelta y media porque, en el contexto de la frase «el nacionalismo ha sido el cáncer de Europa», usaba de modo peyorativo, según el comunicante, la palabra cáncer. Y eso era enviar «un desolador mensaje» e insultar a los enfermos que «cada día luchan con la esperanza de ganar la batalla». Y, bueno. Uno puede comprender que, bajo efectos del dolor propio o cercano, alguien escriba una carta al director con eso dentro. Asumamos, al menos, el asunto en su fase de opinión individual. El lector no cree que deba usarse la palabra, y lo dice. El problema es que no se limita a expresar su opinión, sino que además pide al pobre Cercas «que no vuelva a usar la palabra cáncer en esos términos». O sea, lo coacciona. Limita su panoplia expresiva. Su lenguaje. Lo pone ante la alternativa pública de plegarse a la exigencia, o -eso viene implícito- sufrir las consecuencias de ser considerado insensible, despectivo incluso, con quienes sufren ese mal. Lo chantajea en nombre de una nueva vuelta de tuerca de lo política y socialmente correcto.
Pero la cosa no acaba ahí. Porque en el mentado suplemento dominical, un redactor o jefe de sección, en vez de leer esa carta con mucho respeto y luego tirarla a la papelera, decide publicarla. Darle difusión. Y así, lo que era una simple gilipollez privada, fruto del natural dolor de un particular más o menos afectado por la cosa, pasa a convertirse en argumento público gracias a un segundo tonto del culo participante en la cadena infernal. Se convierte, de ese modo, en materia argumental para -ahí pasamos ya al tercer escalón- los innumerables cantamañanas a los que se les hace el ojete agua de regaliz con estas cosas. Tomándoselas en serio, o haciendo como que se las toman. Y una vez puesta a rodar la demagógica bola, calculen ustedes qué columnistas, periodistas, escritores o lo que sea, van a atreverse en el futuro a utilizar la palabra cáncer como argumento expresivo sin cogérsela cuidosamente con papel de fumar. Sin miedo razonable a que los llamen insensibles. Y por supuesto, fascistas.
Ahora, queridos lectores de este mundo bienintencionado y feliz, echen ustedes cuentas. Calculen cómo será posible escribir una puta línea cuando, con el mismo argumento, los afectados por un virus cualquiera exijan que no se diga, por ejemplo, viralidad en las redes informáticas, o cuando quien escriba la incultura es una enfermedad social sea acusado de despreciar a todos los enfermos que en el mundo han sido. Cuando alguien señale -con razón- que las palabras idiota, imbécil, cretino y estúpido, por ejemplo, tienen idéntico significado que las mal vistas deficiente o subnormal. Cuando llamar inmundo animal a un asesino de niños sea denunciado por los amantes de los animales, decir torturado por el amor sea calificado de aberración por cualquier activista de los derechos humanos que denuncie la tortura, o escribir le violó la correspondencia parezca una infame frivolidad machista a las asociaciones de víctimas violadas y violados. Cuando decir que Fulano de Tal se portó como un cerdo irrite a los fabricantes de jamones de pata negra, llamar capullo a un cursi siente mal a los criadores de gusanos de seda, tonto del nabo ofenda a quienes practican honradamente la horticultura, o calificar de parásito intestinal al senador Anasagasti -por citar uno al azar, sin malicia- se considere ofensivo para los afectados por lombrices, solitarias y otros gusanos. Sin contar los miles de demandantes que podrían protestar, con pleno derecho y libro de familia en mano, cada vez que en España utilizamos la expresión hijos de puta.
En defensa del arroz con leche
Se ha puesto muy de moda una peculiar cadena estadounidense de restaurantes llamados Rice to Riches, cuya especialidad es el arroz con leche (rice pudding), con una gran cantidad de acompañamientos (helado, frutas, cereales...). Una deliciosa variedad de "toppings" para elegir según el gusto y el antojo.
No obstante, se publicitan como un lugar "antidietético"
y sus paredes están llenas de letreros que hacen referencia a lo
"pecaminoso" y "poco sano" de comer arroz con leche, con
frases como "Come todo el que quieras, al fin que ya estás gordo" o
"No se admiten flacas". La verdad es que se trata de un sitio que
refleja como ningún otro una característica muy marcada de la cultura culinaria
norteamericana moderna: el miedo irracional a los carbohidratos.
Nosotros, como hispanos, tenemos una idea muy diferente: poner a cocer
el arroz y agregar canela, un poco de azúcar y leche es un acto tan natural,
feliz, noble, nutritivo y exento de culpa como el que más. Nunca se nos
ocurriría pensar que está prohibido o que es algo que sólo come la gente gorda.
¿Significa eso que estamos mal? ¿Estamos atrasados en novedades?
¿Somos unos retrógradas por ceñirnos a la receta original de esta
antigua delicia y por confiar en sus beneficios? ¿Tenemos que dejar de comerlo
por qué la fiebre de la delgadez obsesiva disfrazada de buena salud extiende
sus tentáculos cada vez más?
A este paso, al rato no podremos tomar ni una limonada. No vaya a ser
que la vitamina C engorde. Y qué decir de las frutas, con toda esa fibra: muy
pronto van a estar prohibidas en la dieta occidental. Por lo pronto, ya abundan
los detractores de la leche, la avena, el trigo, el maíz, los frijoles, el
chile, el chocolate, las nueces...
La verdad sobre los carbohidratos
(The Reader's
Digest)
Los carbohidratos han sido tan denostados los últimos años que es un milagro que nadie haya hecho una película de terror sobre ellos: se oye música tenebrosa mientras la cámara enfoca una cesta de humeante pan de ajo, a la vista de la cual una chica universitaria, bonita y con ropa ligera, sale gritando de la habitación...
Pero lo que talvez no hayas escuchado en todas esas conversaciones sobre los carbohidratos es que si los eliminas corres el riesgo de privar a tu cerebro de combustible, de enfermar del corazón, de tener mal aliento y de ponerte de muy mal humor. ¿Qué tal?
El carbohidrato es uno de los tres "macronutrientes" que el organismo humano necesita en cantidades relativamente grandes (los otros dos son la proteína y la grasa; las cosas que el organismo necesita en cantidades muy pequeñas -vitaminas y minerales - se llaman micro-nutrientes).
Los carbohidratos se encuentran en una gran variedad de alimentos, incluida la fruta, las verduras, el pan, las legumbres, la leche, las palomitas de maíz, la pasta y las papas. Cuando comemos carbohidratos, las enzimas del organismo trabajan descomponiendo la comida a su paso por la boca, el tracto digestivo y el intestino delgado, y producen glucosa, que el torrente sanguíneo después puede absorber.
Aunque la proteína y la grasa también nos proveen de combustible, los carbohidratos son la fuente de energía que prefiere la mayor parte de nuestros órganos y músculos, incluido el corazón, y la única fuente de energía que puede usar el cerebro. De hecho, el cerebro quema un impresionante 30 por ciento de la ingesta diaria de carbohidratos.
Consumir suficientes carbohidratos permite al organismo asignar la
proteína que comes a otras tareas vitales, como la formación de tejidos, de
hormonas y de anticuerpos. Si no se consumen
suficientes carbohidratos, el cuerpo convierte la proteína en glucosa. Por
esta razón, los nutricionistas llaman a los carbohidratos "alimentos que
preservan las proteínas".
Un estudio publicado en el “British Medical
Journal” refiere que, a la larga, las dietas que hacen hincapié en la
reducción de carbohidratos no sólo no son más eficaces que los regímenes más
equilibrados, sino que pueden provocar trastornos de la salud. Muchas dietas de
pocos carbohidratos permiten una gran ingesta de grasas.
Restringir excesivamente los carbohidratos puede
causar dificultades a las personas con diabetes. La cantidad necesaria de
carbohidratos depende de la medicación, la actividad, la edad y el peso, pero
la mayoría de los dietistas recomienda entre 4 y 60 gramos por comida. Comer
muy pocos carbohidratos cuando se usa insulina o ciertas medicinas para la
diabetes tipo 2 puede bajar demasiado la concentración de glucosa en la sangre
y causar problemas.
Ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre
Parece ser que el truco no es eliminar los
carbohidratos, sino escoger los adecuados y comerlos en las proporciones
correctas en comparación con el resto de los alimentos que elegimos. Las dietas
demasiado ricas en carbohidratos se han asociado con un riesgo mayor de
enfermedades cardiovasculares, hipertensión, obesidad y diabetes. Evita este desequilibrio eligiendo carbohidratos de
IG (índice glusémico) bajo, que liberarán la energía de la comida lentamente y
te mantendrán saciado durante más tiempo: frutas, verduras, cereales,
legumbres, leche y pasta. La reglad de oro: los carbohidratos se llevan muy mal
con el azúcar en exceso y muy bien con los vegetales.
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