De los dieciséis hermanos de Benjamín Franklin, Jane era la que más se le parecía en talento y fuerza de voluntad. Pero, a la edad en que Benjamín se marchó de casa para abrirse camino, Jane se casó con un talabartero pobre, que la aceptó sin dote, y diez meses después dio a luz a su primer hijo. Desde entonces, durante un cuarto de siglo, Jane tuvo un hijo cada dos años. Algunos niños murieron, y cada muerte le abrió un tajo en el pecho. Los que vivieron exigieron comida, abrigo, instrucción y consuelo.
Jane pasó noches en vela acunando a los que lloraban, lavó montañas de ropa, bañó montones de niños, corrió del mercado a la cocina, fregó torres de platos, enseñó abecedarios y oficios, trabajó codo acodo con su marido en el taller y atendió a los huéspedes cuyo alquiler ayudaba a llenar la olla. Jane fue esposa devota y viuda ejemplar; y cuando ya los hijos estuvieron crecidos, se hizo cargo de sus propios padres achacosos y de sus hijas solteronas y de sus nietos sin amparo.
Jane jamás conoció el placer de dejarse flotar en un lago, llevada a la deriva por un hilo de cometa, como solía hacer Benjamín a pesar de sus años. Jane nunca tuvo tiempo de pensar, ni se permitió dudar. Benjamín fue un amante fervoroso, pero Jane ignoró que el sexo podía producir algo más que hijos.
Benjamín Franklin, fundador de una nación de inventores, fue un hombre de todos los tiempos. Jane fue una mujer de su tiempo, que cumplió su deber en esta tierra y expió su parte de culpa en la maldición bíblica.
Ella hizo lo posible por no volverse loca y buscó, en vano, un poco de silencio.
Su caso careció de interés para los historiadores.
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