SOLEDAD BUENA, FEA Y MALA
Alejandro M. Masedo
En el western, los personajes principales se clasifican
muy claramente en dos: los buenos y los malos. No había medias tintas ni
enredos sicológicos. Hacia el año 1966, el director Sergio Leone rompió este
esquema regalándonos El bueno, el feo y el malo, donde el feo (un estupendo Eli
Wallach) a veces era bueno, a veces malo y a veces daba pena.
Otra característica de este género ha sido la del héroe
solitario que vaga por desiertos y montañas apartado del mundo, a veces
voluntariamente, a veces huido de la sociedad. Pues bien, aquí me voy a ocupar
de la soledad y lo haré considerándola desde tres puntos de vista: la soledad
buena, la mala y la fea.
Soledad, por OrniCosa
I. Soledad buena.
¿Piensas en lo agradable que será quedarte esta tarde en
casa, solo, dedicándote a cierta actividad? ¿Eres de los que gustan de dar
largos paseos pensando en tus cosas, recreándote en el paisaje o escuchando
música? ¿Vas a un concierto o al cine con gusto sin esperar que nadie te
acompañe?
Hay personas que eligen libremente vivir sin pareja.
Antes se les llamaba “solterones/as”, sobre todo si era una mujer la que no se
había casado, quizá porque faltaba ese factor fundamental, la libertad de
elegir estado.
Parece que, por determinación evolutiva, somos seres
sociales. Pero esto es un enunciado estadístico: los individuos concretos
tenderán más o menos a estimar la soledad.
II. Soledad mala.
Lo contrario de lo mencionado arriba conducirá a soledad
mala. Que voy a ampliar con otras situaciones distintas.
Puede sentirse soledad en medio de una multitud: viajando
en un metro atestado, por ejemplo. Peor, quizá, sea aquella mencionada por
Ramón Campoamor: “…¡Pero es más espantosa todavía la soledad de dos en
compañía!”.
Algo parecido expresa Sándor Márai en sus tremendos
Diarios (1984-1989), cuando dice: “Prefiero la soledad en solitario que la
soledad en compañía”.
Así como en la primera soledad entraba en juego
claramente la libertad personal (el pistolero bueno que disfruta de esas noches
estrelladas mientras se prepara el tocino y el café), con la soledad mala la
libre elección queda bastante malparada.
III. Soledad fea.
Partimos, naturalmente, de que somos un resultado
evolutivo. La jirafa, el tiburón, el hombre,… todos tenemos un origen común.
Hace un tiempo, mucho pero finito, no éramos nada, quiero decir, sólo había
materia inorgánica, sin vida. Piedra y agua, vaya. Así que no venimos de ningún
sitio ni vamos hacia algún lugar. Cierto que hemos desarrollado saberes y
poderes prodigiosos y sorprendentes: podemos llorar viendo la imagen de un
pobre niño somalí o escuchando una rapsodia de Franz Liszt. Volamos o
descendemos a distancias increíbles. Creamos Ong’s. Nos comunicamos con gente
que está al otro lado del mundo.
Pero examinando el asunto desde una perspectiva radicalmente
distinta (otro avance del humano) es fácil concluir que no somos nada
especialmente importante.
En el fondo no somos más que esa bandada de sardinas que
vemos moverse como en una danza en el documental televisivo. Pensemos en el
universo: cuerpos celestes a millones y millones de años luz de distancia;
monstruosos agujeros negros de los que da la casualidad que no estamos cerca.
¿Habrá vida en algún otro planeta de cualquiera de las muchas galaxias? ¿Y por
qué no? Si damos la vuelta hacia nuestro planeta y atisbamos un poco, nos
cuentan de posibles universos paralelos que ya no son meras trucos de novelas
de ciencia ficción; avances cada vez más atrevidos en el conocimiento de
nuestro cerebro, de nuestra mente, de lo que somos.
Ante este panorama, ¿es exagerado decir que estamos, cada
uno de nosotros, radicalmente solos? El sentimiento de esta fea soledad, de ser
experimentado con frecuencia y plenitud, provocaría, qué duda cabe, un
derrumbamiento en las personas. Aquí entramos, sin libertad ni gozo, todos los
humanos. Afortunadamente para ellos, muchos no se dan cuenta y no sufren; a la
mayoría de la gente no le da por pensar en estas cosas. Debido quizá a un
proceso de autoprotección, acudimos al expediente de “esconder la cabeza bajo
el ala”, pensando que así “no nos ven”, o sea, que la realidad no es como es.
Ciertamente el señor Darwin nos trajo una soledad que
seguramente el no sufrió en vida. Ante la queja sobre “la desesperación que
producen algunas consecuencias del darwinismo”, el científico Richard Dawkins
responde así: “Qué dura realidad si es cierto que desesperan a la gente. El
universo no nos debe condolencia ni consuelo; no nos debe una agradable
sensación de calor interno. Si es cierta (la teoría evolutiva expuesta) no hay
nada que hacer y más vale que vivamos con esa certeza.”
Esta soledad, desde luego, tiene muy mala pinta.
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