miércoles, 14 de marzo de 2012

0037

EL MENTADO ARCADIO
Italia Flores



Cada día hay un millón de sucesos, objetos, sonidos y rumores que pasan desapercibidos; desfilanfrente a nuestros sentidos y los ignoramos. Es obvio que no podríamos aprehender semejante cúmulo de información. Además es claro que las prisas, el tiempo y las tribulaciones personales no dejan mucho espacio para divagar. Pero cada día también hay otros motivos que saltan el muro de los apremios, las fugas y las urgencias cotidianas y se instalanen el centro de nuestra atención. Uno baja la vista y se encuentra una piedra; va por la calle y ve pasar a un ¿quiénserá?, deja los ojos clavados en un anuncio de autobús o en un rostro que se desvanece a la velocidad del último convoy del metro. De pronto, lo antes invisible, anónimo, cobra una fuerza insospechada y desencadena consideraciones que un minuto antes simplemente no existían. A veces son ráfagas transitorias; otras una imagen perdurable. Más o menos así irrumpió en mi escenario particular, hará unos diez años, don Arcadio Acevedo.



El verbo no es precisamente irrumpir. Yo diría más bien que se fue haciendo presente por la vía de la ausencia. Él nunca estaba. Llegó precedido de la leyenda. ¿Quién es Arcadio Acevedo? Yo tenía en las manos un ejemplar del Este Sur y estaba contemplando sus monigotes. No tardaron en surgir algunos comentarios; cuando no, yo preguntaba en un juego aleatorio, aquí y allá, ¿conoces a Arcadio? aclarando que no, no me estaba refiriendo al marimbero coleto ni a un conocido personaje de García Márquez sino a un periodista bilioso, oriundo de Michoacán.

He olvidado la mayoría de las respuestas. Otras las rememoro hoy, porque siguen fieles a la leyenda; quizá no la que circula por ahí, sino esa otra, la que yo preferí inventar. Es un ejercicio muy divertido; la mente de inmediato personifica a ese de quien te hablan. Ni lo has visto y ya le pusiste una serie de atributos, una fisonomía que rara vez corresponde a la realidad. Me ha pasado varias veces. Llega alguien que jamás me había visto y de inmediato exclama: ¡Cómo! ¿Tú eres? Te imaginaba diferente.

Había cosas, por supuesto, que no había necesidad de preguntar. El espíritu crítico y el ingenio de Arcadio estaban plasmados en sus caricaturas. Me quedó clarísimo que le encantaba pelearse con todo el mundo; por más que busqué, no tranzaba con nadie (con alguien), no hacía concesiones y su pluma denotaba una necesidad infatigable de cuestionar, enojarse, hablar de política, denunciar tropelías, abusos y la torpeza de las autoridades. Al menos, eso era lo que saltaba a la vista. Me puse a leer sus tiras cómicas con mucha curiosidad. Y yo creo que la cosa hubiera parado ahí; si no fuera por mi manía de leer entre líneas.

No sé en qué momento elaboré mi hipótesis; tras los dibujos, bajo los textos, se escondía un Arcadio de lenguaje medio críptico. Aclaro, no me estoy refiriendo sólo a sus juegos de palabras, a su dominio ¿involuntario? de los tropos o figuras retóricas, a ese don de alburear, sin caer en los albures como recurso desesperado, igual que hacen los humoristas carentes de imaginación. Esos rasgos distintivos de la obra de Arcadio eran la fachada de un ingenio vergonzante (¿o desvergonzado?). Ingenio, primero como facultad creadora, y segundo, como individuo dotado de esta facultad.


No sé si los fantasmas se ruboricen. Al menos, el Arcadio de entonces, producto de mis investigaciones, no hubiera podido hacerlo. Las ignoraba por completo. El de hoy tampoco tiene licencia para hacerlo; el elogio es justo. Y además me sirve para atenuar los vituperios que siguen a continuación. Porque ¿a poco creen que con semejantes escritos, mis encuestados iban a verlo con ojos tan benévolos como los míos? Los blancos de sus ataques, ciertamente no. Y bueno, a esos tampoco los entrevisté. Pero los que lo conocían, aunque no lo leyeran, opinaban. ¡Vaya que opinaban!

Me dijeron que Arcadio Acevedo era un tipo oscuro, que caminaba por las calles temeroso de que lo siguieran. De inmediato mi imaginación me ofreció la postal de un tipo embozado, ¡con el calor de Tuxtla Gutiérrez! caminando al amparo de las sombras emanadas de su personalidad. Por ahí lo anunciaron como un personaje colérico, de voz sonora, pues había sido locutor y no pude discernir si una lluvia de improperios es más contundente cuando es pronunciada según los dictados de la retórica.


Lo cierto es que con las descripciones el personaje se fue haciendo más sólido. Ya no sólo tenía capa y delirio de persecución. También era un tipo miserable, no tanto por su villanía, sino porque, fuentes fidedignas lo afirmaron, “nunca tenía dinero”. A estas alturas, mis indagaciones empezaron a despertar suspicacias. ¿Qué tanto interés tenía yo en un periodista desconocido, habiendo tantas luminarias en el universo chiapaneco? Pero yo seguía empeñada en la construcción de la criatura fantástica. Así que, con todo y que los textos de carácter político me aburren enormemente, me puse a leer, no sólo las tiras cómicas, sino los artículos donde lo mismo le daba las gracias a un doctor por haberle curado la mano no sé a quién, que denunciaba el cinismo y las corruptelas de ocasión.


Con mi expediente bajo el brazo, en aquel entonces yo creí descifrar un rostro ajeno. Hasta hoy me doy cuenta que le fui dando al enigma otras características con las que yo simpatizaba. Me divertía mucho su crítica despiadada que, antes que nada, ejercía contra sí mismo. No sería mala idea que todos los verdugos partieran del mismo principio; hacerse a sí mismos lo que sin remordimientos conceden a sus víctimas. De pronto me parecía también que Arcadio no creía mucho en sí mismo; esa sorna, ese juego de minimizar sus columnas, sus textos, parecía una mezcla de temor o un afán desmesurado de curarse en salud. Aunque sobra decirlo, puedo decir ahora que me identifiqué con él; le cobré una simpatía enormísima. O para ser precisos, colgué mis propios fantasmas en la criatura que yo estaba construyendo. Y él podría protestar y negar todos los cargos, con justa razón.


Así las cosas, un día cayó en mis manos El Postigo, con dedicatoria de su autor. Todavía me acuerdo de mi sorpresa, pues ahí advertí que Arcadio, además de periodista y monero, también era narrador. Me pareció que su vida había dado muchas vueltas, y que había dejado escapar la oportunidad de convertirse en un buen novelista. O tal vez coqueteó con la narración, para poder ser periodista, locutor, monero y hasta criatura fantástica. Aquí podría citar sus palabras: “aprendiz de todo, maestro de nada”. Los años han pasado, y con ellos he ido aprendiendo un sinfín de cosas del Arcadio real, que entonces yo ignoraba. No sabía que también era artista plástico, y creador de personajes enrevesados como la Lulú Tipacamú o Pomponia Pompomeyá. ¿Alguna vez los veré desfilar por las páginas de una novela? Cuando el Arcadio se convirtió al cibernautismo, pude leerlo en su blog y hace no mucho, casi me muero de infarto al leer un texto de Gabriel Zaid, creyendo que era suyo. Ni modo, maestro, uno no le perdona a sus creaciones que se emancipen y emerjan ¡ahora resulta! con talentos insospechados.


Lo bueno de todo esto, es que puedo confesar sin resquemor alguno, que para cuando terminé la lectura de El Postigo, yo ya me había declarado admiradora irredenta de Arcadio Acevedo.Y antes de marcharme de Tuxtla, no dude en afirmar que era mi autor favorito, en el panorama local y sus alrededores. Jamás olvidaré ese retortijón de envidia, no en el estómago, sino en la cara de quien me estaba escuchando: lanzó un nooo que se prolongó hasta retumbar en las paredes del cañón. Dicen que hasta la fecha no se recupera de la parálisis facial.


Y claro, en aquellos días de confabulaciones, por fin llegó el momento en que el Pepe me presentó al Arcadio de carne y hueso, quien por supuesto tenía una fisonomía del todo ajena a mis divagaciones. Llegó al Este Sur, no embozado, sino vestido de blanco, y escondido, eso sí, detrás de unos lentes oscuros. Yo lo miré, entre divertida e incrédula, y seguramente me hubiera sentido muy mal de haberle atribuido tantos rasgos, si no fuera porque tuve la impresión, de que él me estaba mirando de la misma forma. Sólo faltó que me dijera ¿a poco tú eres Italia?


No sé si me imaginaba diferente. Lo cierto es que, de ahí en adelante, el maestro Arcadio confirmó la admiración que ya sentía yo por él. Me dio mucho gusto cuando supe de su libro, de sus ilustraciones para cierto diccionario; me entusiasma abrir su blog y ver que sigue ahí (aunque rara vez leo sus columnas políticas; sí seguí, en cambio, con sumo interés, la saga de Paulina) creciendo, como Lunita Amaril. Y ahora, cuando me entero, por una de esas páginas que llaman redes sociales que hoy es su cumpleaños, me siento obligada a confesar este vínculo Shelley-Frankenstein, que me une con él. Me reservo, en todo caso, el derecho a no aclarar quién de los dos es el monstruo.


Seguro que los admiradores de Arcadio se cuentan ya por millares y lo han elogiado muchísimo. A su manera, este texto también es un elogio, un panegírico y un capricho personal. Si la reacción de Arcadio Acevedo es un exabrupto, sólo espero que su voz sonora no llegue hasta el Distrito Federal. Podría pillarme a mitad de la calle, a punto se subir al metrobús, en el trajín del mediodía y entonces, ¿qué chingados voy a hacer cuando la tierra empiece a temblar?

22 demayo de 2009.






No hay comentarios: